Una de las singularidades de la creación poética del presente es que podemos encontrar juntas todas las posibilidades estéticas de los siglos anteriores: hay nuevos clasicismos y poesía neobarroca (conceptista o cultista), poesía simbólica y mística y realismo sucio, hermetismo y poesía comprometida, si bien el momento dominante sigue marcado por la llamada “poesía de la experiencia”, ya mucho más abierta y menos “patrimonializada”.
Hablar de la Virgen de la Guadalupe, es hablar de todo México. La Guadalupe, “La Lupita”, está dondequiera: en lo comercial, por no enumerar el inmenso universo en lo cual se usa su imagen, en lo espiritual, con las notas sociales que gigantescamente abren brechas en toda la actividad política mexicana, en lo sincrético, porque la Guadalupe nació de varias vertientes.
En esta, una de las pinturas triplicas de la mujer mexicana, la Frida se convierte en un tótem que soporta toda la moral que conlleva este propósito iconográfico. Ella emerge en la pintura como una idílica señal de un “San Sebastián” femenino que no solo soporta flechas sino que es herida y atravesada por un concéntrico falo edificador, cual edificó parámetro donde va cimbrada o sentada la mujer mexicana.
Uñas acrilícas, maquillaje actual, fenotipo mexicano, simbología monjil, cristiana, catolica y romana con una desnudez típìca de mujer bailarina del “Dancing table”. Su “CAPA PLUVIAL”: vestidura en forma de manto que llega hasta los talones, abierta por delante y detenida en el pecho por un broche lleva dibujada, a la manera del renacimiento tardío, un ángel que anuncia a María su embarazo sin pecado concebido. La pintura de Enrique García Saucedo establece una imagen directa y concisa sin tapujos de clase ó metáforas, de Sor Juana Inés de la Cruz.